Cuando un trabajo es emprendido con una actitud egoísta, impulsado por motivos egoístas e inspirado por esperanzas de auto adelanto, se alimenta de codicia, orgullo, envidia y odio. Entonces, ata el lazo y promueve el sentimiento de apego a trabajos cada vez más provechosos. Promueve ingratitud hacia aquellos que prestaron sus manos y cerebros y hacia Dios mismo que proveyó a la persona con el impulso y las destrezas. “Yo lo hice”, dice uno cuando el trabajo es exitoso; u “otros lo dañaron”, cuando fracasa. Siguen el resentimiento, la depresión y la desesperación cuando el trabajo resulta en fracaso. Cuanto más se apega uno a los frutos, tanto más intenso y doloroso es el sentimiento cuando uno es decepcionado. Los únicos medios, entonces, para escapar tanto del orgullo como del dolor es dejar el resultado a la voluntad de Dios, mientras uno está feliz en el pensamiento de que uno ha cumplido su deber con toda la dedicación y cuidado de que uno es capaz. Discurso de 10 de Septiembre de 1984